El camino nunca es sencillo

Fue en el mes de junio, creo recordar. La culminación de años de preparación y meses de duro trabajo acababan de la peor manera: la cadena nos cancelaba el programa por baja audiencia. Y yo, director del programa, me quebré por completo. No supe -o no pude- lidiar con la amarga sensación de saber que no había sido capaz de sacar adelante el proyecto. Me costó años reconocerlo, pero así fue: no estuve a la altura. Dirigir un programa de televisión requiere tomar decisiones constantemente y sobre la marcha, transmitiendo a tu equipo que sabes lo que haces aunque a veces dudes incluso más que ellos. Pero yo no fui capaz de hacerlo en un proyecto que nació pequeño pero creció muy rápido y requería de alguien con mucha experiencia, y yo no la tenía.

Tras un verano horrible y el peor mes de agosto que recuerdo, tomé la decisión -mi cabeza no admitía otra alternativa- de abandonar la productora y buscar nuevos proyectos, aunque eso significara también abandonar a quien había depositado en mí su confianza y arriesgado su patrimonio. Pero era tarde, el sentimiento de fracaso -aunque no me lo reconociera entonces- era demasiado importante como para seguir como si nada hubiese ocurrido. Y así lo hice: dejé el trabajo. 

Trabajar en un proyecto de este tipo te absorbe y te aísla de todo aquello de tu vida ajeno a él: largas jornadas de trabajo, horas y horas de escritura, ensayos, grabación, edición, y postproducción para cumplir con las fechas de entrega que son -en realidad-  la única certeza en esa vorágine que es producir un proyecto de TV. La misma vorágine que me mantuvo ajeno a lo que por aquel entonces ocurría: era septiembre de 2008 y estábamos en medio de una crisis económica mundial y yo acababa de dejarme el trabajo.

La esperanza de encontrar nuevos proyectos pronto se desvaneció. La crisis se había llevado por delante muchas de las productoras que por aquella época habían proliferado gracias al boom inmobiliario. Ya no había proyectos inmobiliarios que promocionar, ni publicidad institucional en la que trabajar. Las televisiones autonómicas desaparecieron o vieron recortados sus presupuestos al mínimo. Sacar proyectos independientes era casi una utopía. Daños colaterales de la burbuja.

Meses de búsqueda de trabajo totalmente infructuosas que estuvieron trufados por pequeños proyectos personales que, aunque sirvieron para mantenerme en la brecha, no reportaban beneficio alguno más allá de la satisfacción personal. Pequeñas batallas ganadas al desánimo que -inevitablemente- se apoderaba de mí. Fue entonces cuando comencé a ser consciente de que mi vuelta al mercado laboral iba a ser casi imposible y eso me convertía de facto en el eslabón más débil de la sociedad y me condenaba, como a muchos otros por aquel entonces, a la exclusión.

Los siguientes meses fueron muy duros, los más difíciles de mi vida quizá. Comenzó entonces  la ansiedad que se manifestó en forma de dermatitis nerviosa y arritmia, y que me obligó a depender de fármacos para poder llevar una vida con cierta normalidad. Se me agrió el carácter y me recluí en mí mismo durante meses. La ausencia de cargas familiares y deudas importantes que saldar, excepto el coche que por aquél entonces todavía estaba pagando, aliviaron en cierto modo mi transitar por la crisis. Pero el futuro iba tomando un tono cada vez más oscuro. 

En aquella época algunos tuvimos la fortuna de contar con una familia que nos proporcionó respaldo y que amortiguó lo que para otros fue un golpe mortal. Familia y amigos que me animaron a abrir nuevos caminos y buscar nuevas oportunidades. Comencé entonces estudios universitario tras superar con éxito el acceso a la universidad para mayores de 25 años. No fue un camino sencillo pero me proporcionó un ruta a seguir, un objetivo al final de un camino que no estaba siendo nada fácil. 

Durante mis años de universitario tardío seguí buscando empleo, teniendo siempre en mente que, de tener la oportunidad de volver a trabajar, los estudios pasarían a un segundo plano. No conseguí trabajar pero cada vez me importaba menos, mi objetivo era ya otro. Me había convertido en un estudiante con cierta brillantez y eso me reconfortaba, si bien de cuando en cuando no podía evitar pensar que estaba perdiendo el tiempo y que mi lugar no era la universidad. Pero siempre me sobrepuse a la tentación de dejarlo: abandonar ya no era una opción, no estaba dispuesto a sufrir otra crisis como la que estábamos atravesando.

Vencí la batalla a mis demonios internos graduándome en la universidad en 2014, y en 2019, al segundo intento, obtuve plaza en las oposiciones a maestros por la especialidad de inglés de la Consejería de Educación de Murcia, para la que llevaba trabajando como interino desde 2016. Durante años imaginé que ver mi nombre en la lista de seleccionados desataría una especie de alegría loca e incontenible. Me equivoqué. Guardé silencio. Un nudo en la garganta me impidió siquiera articular palabra. Los recuerdos de la crisis, aún cuando había pasado mucho tiempo, seguían intactos en mi memoria. No pude entonces evitar mirar hacía atrás, ver todo el camino recorrido y darme cuenta de que, aunque en esencia seguía siendo el mismo, me había convertido en una persona totalmente diferente. Los saltos y la alegría loca fue cosa de mi mujer, Marta. Mientras yo lagrimeaba, ella saltaba y gritaba. Mucho de lo conseguido era también suyo. Se cerraba así un camino iniciado doce años atrás.

En los años de estudio mi motivación siempre estuvo en evitar volver a pasar por otra crisis, no quería pasar por lo mismo. Pensaba que ser funcionario me permitiría afrontar la vida desde la tranquilidad del que tiene un trabajo asegurado y unos ingresos fijos. Me equivoqué, otra vez. El coronavirus no sólo nos ha traído un confinamiento y unas vivencias que creíamos sólo era posible en la ficción, sino que también dibuja en el horizonte una crisis económica que muchos sufrirán de forma cruel. No puedo evitar sentir cierto desasosiego, sentir como mía la preocupación y el sufrimiento por el que muchos -inevitablemente- pasarán. Por eso, quizá, mi yo de hace doce años me pide a gritos que ayude, en la medida de mis posibilidades, a que la gente que me rodea sufra un poco menos. Quizá me toca ahorrar un poco menos y gastar algo más en todos esos negocios que se han visto obligados a bajar la persiana por el estado de alarma, detrás de los cuales hay personas que ven como su futuro se tambalea y la ruina les sobrevuela. Es momento de devolver lo recibido: soy lo que soy gracias a la educación pública y me corresponde devolver lo que el esfuerzo colectivo me ha permitido alcanzar. Lo mío, al final, también debe ser en parte de los demás. 

Puede que lo pases mal, que sufras, que veas un callejón sin salida. Sentirás que eres ese eslabón débil de la sociedad y que no tienes alternativas. Pero siempre hay salida. Con esfuerzo y el apoyo de los que te rodean se consigue encontrar el camino. No sucumbas nunca al traicionero sesgo de confirmación que en tiempos duros siempre tiende a hundirte hasta el fondo. Rodéate de quién te quiere y pueda darte buenos consejos. No escuches a políticos con discursos grandilocuentes pero vacíos porque nunca hablan de ti ni de mí. Busca otras opciones porque siempre las hay. Todos somos capaces de hacer y ser mucho más de lo que creemos, solo hay que intentarlo. El camino nunca en sencillo, es largo y duro pero siempre hay una meta al final. Por grande que sea la hoguera, siempre acaba en ceniza. 

Iñaki Cano




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Iñaki Cano

Fui editor de vídeo y trabajé para la tele. Soy maestro de inglés y mal fotógrafo.

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