Lo común

Cada mañana me levanto y enciendo la televisión. Por inercia, supongo. Como cada día por ella desfilan todo tipo de periodistas que acaban siendo una colección de bustos parlantes a los que apenas presto atención. Hace semanas que dejé de hacerlo. Ya no me interesa su opinión, en muchos casos, sesgada con la clara intencionalidad partidista de ganar el relato según sus afinidades ideológicas. Malos tiempos para el periodismo. Solo un reducido grupo de especialistas y científicos se gana mi atención de cuando en cuando mientras trabajo.

Mientras intento poner orden en el caos en el que se ha convertido la docencia virtual, dejo que el algoritmo de youtube haga su magia y encadene canciones -supuestamente- basadas en mis preferencias personales. Y de repente suena Serrat y sus “Nanas de la cebolla”, y vuelvo a mi infancia. Vuelvo a esos domingos por la mañana en los que mi padre sacaba el tocadiscos y en él sonaban vinilos de Serrat, Aute o Patxi Andión pero también el de canciones infantiles de Rosa León -que odiaba- o el de Parchís que además era amarillo y a mí, por aquel entonces, que un vinilo fuera amarillo semitransparente me parecía algo fascinante. Mañanas de música y tebeos de Mortadelo y Filemón, El botones Sacarino y el 13 Rúe del Percebe. Lo común al principio de los años 80. Y en eso pienso, en lo que era común entonces y que hace años que dejó de serlo.



Lo común para los que nuestra infancia se desarrolló en los 80 era que los vecinos de tu edificio -o de tu calle- fueran una suerte de segunda familia. Las puertas de las casas siempre estaban abiertas y los niños pasamos de una a otra sin sentirnos extraños en ninguna de ellas. Lo mismo merendabas en tu casa, que la vecina te daba el bocata de Pralín o -con suerte- un Almendracao. Una tarde jugabas en casa y a la siguiente en la del vecino. Si una familia necesitaba ayuda, ahí estaban los vecinos para llevarle cualquier cosa de la tienda, para recoger los niños de colegio o para meter diez niños en un Renault 4 y poner rumbo a la piscina en los calurosos veranos del sur. Todavía recuerdo la piscina Toi que los vecinos pusieron en la terraza de nuestro edificio para disfrute veraniego de todos los niños del bloque. No sé quién la compró pero en los veranos de los 80 eso entraba dentro de lo común.

Unas semanas antes del confinamiento, una vecina del barrio de mis abuelos me hablaba de aquella época, “éramos como una familia en el barrio” -recordaba emocionada-  “nos apreciábamos mucho. Si alguien necesitaba algo, ahí estábamos todos los vecinos para ayudarle. Hacerle la comida, lavar la ropa, quedarse con los críos. Éramos como una familia”. Y era cierto, desarrollaron entonces un sentimiento de comunidad practicamente inquebrantable. Todos eran conscientes del lugar que ocupaban en la sociedad y que cuando a algún vecino le venían mal dadas, el siguiente podía ser cualquiera. Nadie quedaba abandonado a su suerte, pues esta -buena o mala- siempre era impredecible. Lo común entonces era estar para cubrir las necesidades de todos aún cuando eso significara quitarse un trozo de pan de la boca para que el vecino y su familia pudiera comer. Ese sentimiento de comunidad solidaria perdura todavía en ellos.

Los medios de comunicación resaltan estos días la solidaridad vecinal como una muestra de humanidad extraordinaria en medio de una crisis que nos ha confinado y que ha mostrado sin ambages que el sentimiento de comunidad forma ya parte del pasado. Hacer la compra al vecino o ayudar en las tareas más básica abren ahora informativos. Héroes anónimos, les llaman. Lo común, tan lógico entonces, se ha convertido ahora en excepcional.

Ya no conocemos a nuestros vecinos. Desconfiamos de todo y de todos. Escondemos nuestras necesidades y nuestras penas. Trabajamos para endeudarnos y presumimos en redes sociales de una felicidad impostada que no es más que una entelequia. Ya no importa ser feliz, basta con aparentarlo. Ya no hacemos comunidad y las desgracias del vecino siempre son merecidas y encontramos siempre la justificación para no involucrarnos. Hace tiempo que dejamos de poner nuestras barbas a remojar cuando vemos las barbas de vecino cortar. Coño, si nos molesta que el vecino aparque cerca de la línea que divide las plazas de garaje ¿cómo me va a importar que le bajen el sueldo, que le suban el alquiler o que pierda el empleo? “Si no podía hipotercarse que no se hubiera endeudado” decían en la anterior crisis.

Y echamos la culpa al tiempo. Dicen que ahora no tenemos tiempo, que el trabajo nos absorbe  impidiéndonos desarrollar ese sentimiento de comunidad. No es cierto. En mi ingenuidad infantil allá por los 80 siempre pensé que los únicos adultos con vacaciones eran los maestros porque si los niños no íbamos al colegio ellos tampoco tenían que ir. Pensaba que lo común era que todos trabajaran como entonces lo hacía mi padre: de lunes a sábado -y algún que otro domingo- durante todo el año. La visita más común que él hacía a la piscina en verano era para pedirle al de la taquilla que nos llamara por megafonía para llevarnos de vuelta a casa. Y como mi padre, la gran mayoría. Era raro ver a un hombre en edad de trabajar en los lugares de baño y recreo durante las vacaciones. Si embargo, no recuerdo en mi infancia sentir la ausencia de mi padre, porque en su escaso tiempo libre no cabía otra opción que dedicarlo a la familia. Lo común por aquel entonces.

Y sí, lo común entonces es ahora la excepción, porque lo común antes de la pandemia volverá a serlo tras ella. Nos olvidaremos de la solidaridad como ya lo hicimos después de la anterior crisis (si es que hubo algún después). Poco a poco volveremos a lo común en esta época. Porque, como dijo Pérez-Reverte durante la anterior crisis, estamos deseando que esto acabe para volver a hacer exactamente lo mismo. 

Iñaki Cano




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Iñaki Cano

Fui editor de vídeo y trabajé para la tele. Soy maestro de inglés y mal fotógrafo.

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